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Estrella de Diego Tomás Correa Estrella de Diego Tomás Correa

La (so)pesadora de historias

En el cuadro de Vermeer la mujer mira atentamente la balanza que sostiene en la mano. Desbordando una caja aparecen los collares de perlas y desperdigadas sobre la mesa se adivinan algunas monedas de oro. La joven, ensimismada en su tarea –en su relato-, como a menudo se muestran las modelos Veermer, parece estar llevando a cabo su trabajo con enorme cuidado, aquel  que requiere una atención infinita, la precisión digna de esa balanza cuyos platillos, simétricos, deben  sostener pesos idénticos: escrupulosamente  equilibrados, en suma.

Frente a esta pintura de Vermeer, cualquiera podría pensar que se trata de una mujer que hace balance de sus bienes -las perlas y el oro- o de la esposa de un comerciante  que asiste al marido en ciertas labores de un trabajo de autentificación de las piezas que a momentos se hace científico por la exactitud que precisa. Sin embargo, en una segunda mirada la “pesadora” se manifiesta, igual que tantas  de las mujeres  de Vermeer,  como la maravillosa portadora de un secreto, del mismo modo que sus lectoras o escritoras de cartas sugieren el misterio último de la carta misma -sobre su contenido, la procedencia, la relación entre quien la escribe y quien la recibe, si esa carta acaba de recibirse o está  a punto de ser enviada. Al final, la pesadora de Vermeer  es, en primer lugar, una sopesadora de historias, las que se cuentan y las que se callan; las que deberían haberse develado o deberían al menos haber sido contadas de otro modo. Las historias no están nunca acabadas.

Igual que la pesadora de perlas de Vermeer, la protagonista del video Desmesurada-mente de Teresa Correa aparece ensimismada en su tarea; disponiéndolo todo para el pesaje. Sobre la mesa aparecen, igual que en el cuadro de Veermer, una balanza –esta de solo platillo-, un montón de monedas y no muy lejos un par de cráneos, uno de ellos boca abajo. En el último, con un gesto rítmico que evoca ciertas tareas científicas, la mujer –la propia artista- va echando monedas hasta que, depositada la última, el video termina. En ningún momento llega a usar la balanza, no pesa el cráneo lleno de monedas como podría hacer sospechar la escenografía, de modo que  al terminar el video se tiene la sensación de una extraña inutilidad  de la acción misma. Para qué llenar un cráneo de monedas en esta paradoja difícil de dirimir.

Como en la mejores películas de cine negro, solo la narradora conoce el verdadero final de la naración. O casi, porque los intereses de la artista a lo largo de su carrera pueden ofrecer algunas pistas a propósito de la solución a la paradoja implícita en el gesto. A Teresa Correa le interesan las traseras de los museos, los almacenes donde se conservan –y se acumulan- los relatos que no se terminan de contar, los que se guardan en las partes que la luz no ilumina casi; los secretos, los que el propio transcurso obliga a convertirse en secretos; relatos que se cancelan. Los relatos oscuros son más abundantes y más fascinantes si cabe en los museos de antropología: porque hablan de ser humano y sus estereotipos deben ser reescritos siempre. En el caso de Teresa Correa, además, no ha sido necesario buscar mucho: las historias se suceden y se cancelan en un museo extraordinario, muy cerca de casa. De hecho, la artista regresa en esta obra también al Museo Canario, en el barrio de la Vegueta en Las Palmas, un museo maravilloso que ha sido capaz de conservar, aún hoy, cierto aire de institución decimonónica que lo hace irresistible a los ojos del visitante curioso, con la serie de cráneos expuestos que tiene algo de fastuoso despliegue a mitad de camino entre almacén y gabinete de las maravillas de Pedro I en San Peterburgo.

De modo que Teresa Correa toma el museo como set cinematográfico –quizás ya lo era de partida- y rememora la ciencia resumida allí,  una ciencia que trasciende con creces lo local; que representa, más bien, una larga serie de relaciones internacionales con la ciencia desde la década de 1920. Son las investigaciones sobre a las razas humanas, hoy a menudo entendidas como falsedades coloniales y, sobre todo, como vehículo de discriminación y dominación, aquel que divide el mundo a partir de fenotipos, de falsas asociaciones sobre las razas. Sobre estas falsedades reflexiona Teresa Correa, sobre todas las historias que deben bajar a los almacenes por las falacias que tratan de imponer. La artista la rebusca y reflexiona sobre ellas. La cautivan críticamente.

En Desmesurada-mente , con las calaveras al fondo, Teresa Correa piensa de nuevo en estas cuestiones asociadas a las traseras de los museos –las cosas que no se debieron decir nunca y que se pronto se callan. Piensa  en el Doctor Verneau, el antrópologo francés muy próximo a las islas,  fotografiado en los 20 del XX por el fotógrafo alemán Teodoro Maisch. Y le remeda mientras Verneau realiza los cálculos de los diferentes volúmenes craneales, los que van a justificar las hoy muy denostadas teorías raciales, las que dividen el mundo a partir de simples pesos. Verneau usaba perdigones para rellenar los cráneos, para dibujar sus pesos, cuenta la historia.

Teresa Correa recrea la escena con monedas, igual que la pesadora de perlas de Vermeer. Aunque no pesará el resultado de la recolección. Llevará a cabo el gesto que se desvelará como algo mecánico, sin significado último alguno. Teresa Correa acaba , acaricia el cráneo relleno de monedas. Pronuncia la palabra “ya”, que anuncia el final de la acción. Sopesa la historia de Verneau y la deja ahí, inconclusa en su final, para poner de manifiesto lo inútil del pesaje. Y en ese acto de sopesar la historia, vuelve a narrarla como hubiera debido terminar.

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