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Simón Njami Tomás Correa Simón Njami Tomás Correa

Vanidad contemporánea en la obra de Teresa Correa

Empecemos con este paisaje volcánico que parece haber salido de un libro de arqueología. La figura humana, desnuda, que lo atraviesa, cubriéndose con sus brazos, podría ser Lucie, la primera mujer. Su actitud nos recuerda a una presa espiando a sus depredadores, humanos o animales. Esta imagen trasciende los códigos convencionales de color y raza. Solo queda el género. Nuestro instinto nos lo dice. Estamos frente a una mujer que, quizá, lucha por su supervivencia.

Interviene otra imagen, como la extensión de esta. Lucie, la primera de las mujeres, Eva, para las religiones bíblicas, era africana. Y sigue siendo africano lo que estamos descubriendo. Pero a diferencia de esta Lucie, cuyos rasgos apenas pudimos distinguir, esta nos da su rostro y la historia que nos cuenta su mirada capta nuestra atención. ¿Qué vemos realmente? El busto de una mujer cuya piel, en algunos lugares, se desmorona para revelar el yeso bajo la pátina; un yeso que ya no es materia, sino que revela la blancura de los huesos. El contraste es sorprendente. Ya ni siquiera tiene sus brazos cortados para protegerse.

A pesar de la piel negra, está desnuda y es frágil. Sus ojos se pierden en la vaguedad, en un cuestionamiento interno que, sin duda, nunca encontrará respuesta. Parece estar relegada allí; en un almacén donde su existencia parece haber sido olvidada. Luego vienen las radiografías que parecen invitarnos a profundizar más en la historia que nos cuentan y cuyo significado somos incapaces de captar. Salvo que, intuitivamente, todos los indicios arrojados por la artista como por casualidad comienzan a tener sentido. ¿No es esta radiografía una metáfora de la esencia de las cosas cuyo significado se nos escapa? ¿No es la obsesión por captar lo inasible? ¿No es esta constante angustia por dar sentido a nuestras vidas y a los acontecimientos que las conforman?

La angustia impregna toda esta obra y se nos comunica sin querer. Se introduce en nosotros insidiosamente sin que podamos discernir su naturaleza. Y se hace eco de una angustia metafísica más antigua que la que experimentó Hamlet:"Ser o no ser: esa es la cuestión. ¿Es más noble para el alma soportar los golpes y contratiempos de una fortuna injusta, o armarse contra ella para contener una marea de dolor? Morir… dormir, eso es todo (…) ¡Morir… y dormir, dormir! ¡Para soñar tal vez! Esta es la trampa. Porque, escapados de las ataduras carnales, si, en este sueño de muerte, nos vienen los sueños… ¡Parad ahí! Esta consideración prolonga la calamidad de la vida. Porque, si no, ¿quién soportaría los golpes y las afrentas del destino, los agravios del opresor, los ultrajes del soberbio." (William Shakespeare, Hamlet, Acto III, escena 1, extracto (1601), traducción de André Gide, en Obras completas, tomo 2, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1959).

Y ahora esta ironía de la existencia, que Shakespeare expresa, en una fuerte referencia a la pintura clásica europea, a través de la calavera a la que se dirige el príncipe danés, es convocada por Teresa Correa. En primer lugar, está la impactante imagen de la artista sosteniendo una calavera y mirándonos a los ojos en un gesto de desafío. A diferencia de Hamlet, no se dirige a la calavera, sino a nosotros. Y parece estar repitiéndonos las palabras de Hamlet: "Nos viene de los sueños... Porque, si no, quién soportaría los golpes y las afrentas del destino, los agravios del opresor, los ultrajes de los soberbios..." Y de repente todo adquiere un nuevo significado. Es de este sueño del que la artista pretende hacerse eco: esta mujer en este paisaje primigenio, el busto de aquella, y resuena en nuestros oídos el eco de la injusticia, el agravio de los opresores...

Correa / Hamlet nunca ha sido tan relevante en su contemporaneidad. No se trata solo de un mise en abîme del orgullo desproporcionado de la historia occidental en la historia mundial y, necesariamente, en la historia colonial. También hay una cuestión estrictamente femenina. Y Teresa Correa, una mujer occidental, se encuentra dividida entre estas dos opresiones contradictorias. De ahí esta clásica imagen de la vanitas que aparece en su obra. Esta alegoría de la muerte, del paso del tiempo, del vacío de las pasiones y actividades humanas. Al fin y al cabo, ¿quiénes somos, después de todo, sino un futuro en decadencia? ¿Un pasado por venir, como diría Maurice Merleau-Ponty?

La obra de la artista es un desesperado grito de alarma. Una invitación a tomar conciencia de nuestra finitud y de la vanidad de nuestros sueños de grandeza, una luz arrojada sobre lo absurdo de nuestras intenciones. "Vanidad de vanidades, todo es vanidad" (Eclesiastés, 1,2). Pero a diferencia de Albert Camus, el filósofo del absurdo, Correa no propone el suicidio como solución definitiva, todo lo contrario. Su obra es el reflejo del pensamiento del Eclesiastés en este análisis de Florence Blondon: "Esta consideración de lo absurdo es lo que subyace también en el pensamiento del Eclesiastés, que es nada menos que un hombre en rebeldía, un hombre que destroza todos los pensamientos de su mundo. Se permite observar la realidad del mundo, no hundirse, sino al contrario, afrontarlo, abrir la brecha de la esperanza. No hay esperanza sin rebelión. No hay reconstrucción sin destrucción".

Esto constituye una metáfora existencial, una invitación a volver a visitar nuestra historia particular (cuando la artista se hace pasar por Hamlet o hace desaparecer su cabeza bajo una calavera) y nuestra historia común (con vitrinas detrás de ella que exhiben, como un museo de historia natural, una teoría de cráneos) para esbozar otras posibilidades. En esta imagen en la que la artista utiliza una calavera a modo de alcancía, para significar la materialidad de nuestro tiempo, hay una escala que recuerda el juicio de Maat, diosa egipcia de la justicia y la sabiduría, que sopesa la pureza de nuestro corazón frente a la ligereza de las plumas.

Lo que se escudriña es la arrogancia y la vanidad de la que el siglo XXI es una dramática ilustración, a través de un egocentrismo cada vez más descarado. Y al final de este caótico camino está la finitud del ser. Una muerte simbólica, ciertamente, pero una muerte sobre la que Teresa Correa quiere alertarnos, a través de una práctica artística que nunca es moralizante. Y esa es la función del arte, que nunca denuncia, sino que siempre ilumina.

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