Textos
Algo queda fuera del tiempo
“Soy lo que no queda
ni vuelve. Soy algo
que disuelto en todo
no está en ningún lado…
Me pierdo en lo oscuro,
me pierdo en lo claro,
en cada minuto
que pasa… En tus manos.”
I
La modernidad en Occidente se ha sustentado en un paradigma científico para el cual verdad y evidencia conforman un binomio indisoluble. Bajo esa perspectiva, el mundo se convirtió en un macro laboratorio para la observación, la extracción de información y la ulterior clasificación de esos datos según un modelo taxonómico perfectamente ordenado a conveniencia de las jerarquías y los valores del logos eurocéntrico. El discurso científico, además, afirmó su lógica patriarcal universalista en la voz de un sujeto blanco, burgués, heterosexual y cristiano, encargado de la producción de los meta-relatos que moldearían el mundo a su escala e ideología.
En esa construcción de la epistemología moderna occidental, disciplinas “disciplinadas” como la historia y la geografía se han ubicado en el centro de las operaciones de interpretación de la “realidad” para definir los modos de comprensión de categorías como tiempo y espacio; así como los términos en que ambas nociones atraviesan lo social. Desde los parapetos autorizados y legitimados de esos saberes disciplinares han quedado condicionadas las experiencias de lo sensible, nuestras relaciones en el presente y con el pasado; los modos de mirar, habitar y encontrar significados en el territorio. Nuestra interacción con el paisaje pareciera no poder substraerse al peso de la retícula cartográfica o al fantasma historicista de las sucesivas representaciones que nos ha legado una Historia del Arte codificada también hasta la saciedad.
Sin embargo, son esos conocimientos generados en el seno del positivismo moderno y sus consiguientes dinámicas depredadoras y de intervención en la naturaleza las que nos han situado en un punto sin retorno en el Antropoceno. El sistema mundo moderno/colonial de género y la administración imperialista del planeta que se prolonga en la actual condición global con la explotación intensiva y expansionista sobre los ecosistemas y la propia sobre-explotación de los cuerpos más vulnerables —cuerpos de mujeres, mayormente—, es quizás el canto de cisne de una humanidad que se ha empeñado durante siglos en el gesto inútil de perpetuarse, mientras se aniquila a sí misma con la violencia de un Saturno devorando a su hijo.
II
Una mirada a la inmensidad, hasta un punto que se pierde en el horizonte y apenas se puede reconocer porque se encuentra demasiado lejos, en esa distancia donde las formas se difuminan y tiemblan, reconfiguradas en un espejismo. El sonido ronco del viento que no cesa, que inunda y abarca todo. Una visión aérea del paisaje en la que los senderos semejan cicatrices hechas en la tierra.
…el mundo desde arriba es un ejercicio supremo de despasión que exige replantear la percepción misma del mundo (…), mirar el mundo desde el avión, aprender a descifrarlo, a reconocerlo (…) es un modo de poner distancia sobre las pasiones. Observar el mundo en los vuelos de reconocimiento, volando bajo, es una especie novísima de placer estético que nada tiene que ver con los viejos placeres contemplativos. Es un modo de forzar a la mirada a reconocer las cosas hechas fragmento, en marcha, nunca detenidas y por eso, qué paradoja, sin cesar estáticas. Desde el aire la realidad adquiere una apariencia renovada: no valen las viejas formas de ver, hay que aprender a mirar de nuevo.
El desplazamiento de la luz sobre la superficie del terreno, o el movimiento de la cámara que avanza sobrevolando el territorio; en definitiva, el efecto del claroscuro en el cuadro modificando la composición, hasta que la oscuridad es expulsada del campo visual. El plano general es sustituido por un primer plano de rocas, testigos mudos del tiempo sembrados pesadamente sobre la tierra. La erosión sobre las piedras traduce los episodios de las historias acumuladas en el lugar, el amplio espacio de incertidumbre que queda entre lo que se registra físicamente en el paisaje y lo que se ha perdido para siempre en la memoria de quienes allí estuvieron, cualquiera que fuese su especie.
De nada sirve el intento de los arqueólogos por burlar el olvido tratando de consignar cada trozo pétreo, cada vestigio material, como si se tratara de adjudicar una identidad al objeto encontrado. Excavar, hallar, identificar; y de vuelta a excavar, a encontrar y a identificar. Un ritual metódico que se repite cotidianamente en una competencia infinita frente al tiempo. Un número de registro inscrito en la roca, su localización en un estrato y en un sector de la excavación le otorgan pedigrí, su particular y unívoca indexación en una genealogía. Acontece ahí el recurrente acto de nombrar las cosas, de ordenarlas; algo que Teresa Correa ha visto miles de veces en los almacenes y las bodegas de los museos, una metodología que ha dejado registrada en sus fotografías dentro del artificial sistema de los archivos que prescriben el saber histórico y científico.
Y el sempiterno rugido del viento que continúa horadando cada milímetro del paisaje, cambiando su topografía, perpetua transformación que resultará más evidente cuando hayan pasado varios siglos. La arena vuela, se dispersa, fragmentos minúsculos, polvo brillante que lo cubre todo y acompaña al viento en su trabajo permanente de erosionar lo que toca. Fuerza casi invisible, mágica, que se traslada entre continentes, que llega desde África con la potencia de cambio de las revoluciones que nacen en los sures —como el siroco que arrastra la calima—, que desatienden las coerciones históricas del biopoder. Rumor de jable (2021) ha querido nombrar Teresa Correa su más reciente vídeo, una obra que tal vez encarna el mejor alegato de la fractura ontológico/teleológica que encierra la toponimia insular en tanto campo de batallas entre las narraciones históricas, el discurso científico y la tradición popular.
Una mujer camina entre las dunas del desierto. No sabemos de dónde viene ni a dónde va. Solo la acompaña el ruido ensordecedor del viento, como un rumor creciente con el que viaja a cuesta. Un saber no escrito, que no es público, que no posee las credenciales históricas de haberse constituido como “verdad”. Un conocimiento íntimo, comunitario, que no es instituyente, sino que se transmite entre generaciones, de madres a hijas, que se comparte con las hermanas, con las amigas, dentro de los gremios femeninos que conservan la sabiduría y las tecnologías artesanas y de la tierra desde tiempos anteriores a la historia lineal de Occidente. Esa mujer —auto-representación de la propia artista, quizás— que vaga sola y diminuta a través de la inmensidad del paisaje, recuerda a algunas de las heroínas y arquetipos del género femenino que han signado los imaginarios colectivos. Diosa, espíritu, fantasma, ancestro, antepasado, madre, bruja…
Marcas en la tierra sobre la que deambula la mujer. Huellas como arrugas, pliegues en el terreno, cicatrices en el barro igual que en la piel madura de la mujer que pisa donde otras estuvieron antes; que sigue los surcos dejados por las viajeras que le precedieron, por las nómadas que se perdieron en las mismas rutas. La imagen del paisaje se convierte entonces en una aproximación abstracta al tiempo vital que conecta el cuerpo de la mujer y el territorio, mientras su sombra le sigue y se hace gigante en el ademán de convivir, aprender y respetar un lugar antropológico bajo el signo matriarcal de los cuidados, donde nada sobra y todo importa, donde cada grano de arena tiene una significación en el tránsito entre la vida y la muerte. Y nuestro personaje, al que hemos nombrado mujer hasta ahora en tanto encarnación mitológica de la femineidad —o nosotras mismas—, se sumerge en la oscuridad. El único haz de luz la envuelve, como en la iconografía de una escena de la Anunciación.
III
“Habría que volver a nombrar el mundo y saber que el mapa no puede jamás acabar de nombrar ni dibujar, porque el mapa, intento absurdo por ordenar el espacio, que es tanto como decir el mundo, que es tanto como decir el sujeto, quien ha vivido en un delirio de control sobre el mundo y sus fronteras artificiosas, nunca está del todo terminado. Cada vez queda fuera algo que debería haber estado dentro; cada vez los confines son artificiales porque se podría haber incluido esa localidad o montaña o río que no aparece —o se podría haber excluido lo que en cambio está.”
En el perímetro acotado que define una cata arqueológica el tiempo se mide por medio de la estratigrafía y el depósito de sedimentos. Estos métodos geológicos de observación y clasificación dejan fuera aquello que no resulta una evidencia material, verificable, una prueba documental. En ellos radica “la construcción de una verdad única que, como operación restrictiva, es fruto de una violencia”. Fuera de la cuadrícula científica queda todo lo demás, el resto, aquel conocimiento que es descarte, bastardo, carente de autoridad, al margen de los “regímenes de verdad” de las ciencias modernas. Por ello, no es extraño que nuestra mujer-signo quede fuera del área de pertinencia que delimita la retícula arqueológica. Sin embargo, es en el momento en que se representa este encuentro entre dos construcciones discursivas diametralmente opuestas, en constante tensión, cuando por primera vez el paisaje es captado por la cámara con una perspectiva que permite abrir el campo visual para desvelar la imagen romántica e historicista con la que se ha definido ese género fundamental en la Historia del Arte occidental. Es precisamente en este punto de la narración videográfica donde se hace patente la irreconciliable visión que sostienen los diferentes modelos de discursos que compiten por un lugar de enunciación dentro de esta escena: el de la ciencia moderna, el de la Historia del Arte y el de la tradición oral, no escrita, no reglada, el rumor.
Si la prueba como fijación del hecho histórico debe corresponder a la experiencia histórica y socio-política registrada, ¿cómo es posible hacerla valer para sociedades que no cuentan con la monumentalidad del estado nación moderno como sujeto político, sujeto histórico y sujeto teórico, que a su vez “produce” sujetos y a partir del discurso los identifica, los clasifica, y en definitiva los administra mediante procesos de regulación institucionales e instituyentes? La oposición entre la oralidad y la escritura como “marca de civilización”, aparece una y otra vez en el trasfondo de distribución de capitales simbólicos y autorizaciones del discurso.
Dónde queda lo que desecha el excluyente criterio de la ciencia en base a la primacía absoluta de la “evidencia” o la “prueba”. Cómo mirar más allá del acomodo canónico del mundo real a una representación idealizada, romántica e historicista del territorio traducido por el género del paisaje en la Historia del Arte occidental, con el consecuente borrado de todo aquello que afecte esa construcción estética. Toda la violencia de esos descartes, que en esa escena del vídeo ejecuta su performatividad en el repetitivo gesto de los arqueólogos arrojando fuera de la excavación —su perímetro de autoridad— lo que carece de “valor científico”, se replica en la imagen de ese cuerpo de mujer sobre el que se proyectan los desechos, lo inservible bajo la norma y el conocimiento de una disciplina científica. Ante el dogma disciplinario, sin embargo, el cuerpo violentado de la mujer trabaja, recupera y guarda, activa las memorias colectivas, los imaginarios populares y la imaginación radical de quienes resisten y transgreden el tiempo lineal de los relatos oficiales, del poder.
IV
“The answer is blowing in the wind”
Ese cuerpo de mujer solitario en medio del desierto se desvanece, se transforma en el espectro de todos los otros cuerpos que antes atravesaron y habitaron ese lugar, en la sabiduría transmitida durante siglos, en la experiencia compartida a través de redes subalternas que escapan al formalismo de las instituciones que administran el poder y la escritura de la Historia.
Como el rumor, el conocimiento también se halla en esos fragmentos de historias, mitos, imágenes diacrónicas que flotan en el viento; arrastrados, sin destino y sin origen identificable, porque cualquier fuente ya fue olvidada en el trasiego de las voces y sus ecos. El rumor es el saber errante al que apelamos invocando nuestra memoria, nuestros recuerdos más lejanos, es una capacidad micropolítica inherente por la cual nos reconciliamos, incluso, con las formas no racionales de explicar por qué sabemos cómo actuar y qué hacer en determinadas circunstancias sin que nos hayamos enfrentado previamente a éstas. Intuición, aprendizaje comunal, herencia matrilineal…
Cuando los vientos alisios soplan, el Rumor de jable porta consigo las respuestas sobre cómo habitar en armonía una tierra isleña donde el tiempo ha inscrito su huella, sus historias. Simplemente, hay que aprender a escuchar para que el sonido nos guíe, para encontrar los caminos, para seguir andando, para respirar.