Textos
10.8
Si desde el fluir contemporáneo, la imagen constituye ese lugar incorpóreo que nos inventamos para protegernos del tiempo, de nuestros temores y deseos. Profanar la imagen, ¿no sería pues, atravesarla?
En 1878 Francis Galton y Herbert Spencer idean la técnica de retratos compuestos, método fotográfico consistente en proyectar la imagen de ocho retratos sobre la misma placa sensibilizada durante diez segundos, con la intencionalidad de obtener con precisión mecánica una única imagen determinante en la construcción de las diversas razas humanas.
Hasta la aparición de la fotografía, el único medio con el que se representaban los diferentes tipos humanos era mediante ilustraciones y vaciados de bustos de escayola. Estos Bustos, sin saberlo cimentaron las bases de una nueva ciencia: la Antropología. Invisibles a simple vista, muchos de ellos se encuentran en la sala Verneau del Museo Canario en Las Palmas de Gran Canaria, formando parte de “La Colección de Bustos de las Razas Humanas”.
Explorar lo visible oculto es una constante dentro del discurso artístico de Teresa Correa. Desvelar todo un pasado de dominación eurocentrista donde el utilitarismo fotográfico era constituyente en su servilismo como instrumento para el estudio y categorización del Otro, justificando así tanto su inferioridad moral como intelectual e, incluso, zoológica.
En un periodo como el actual, en el que impera la constante incertidumbre y toda memoria histórica está amenazada con el olvido, cuando la linea que divide se vuelve cada vez más obscena, sistémica e injusta, Correa nos invita mediante la construcción de esta fantasmagoría contemporánea a profanar la imagen, a cuestionar mediante su busto asimétrico la vigencia de un pensamiento decimonónico que irremediablemente sentó las bases de toda discriminación social.
Un proceso ritual en el que atravesar este umbral hilado nos convierte en “lugar de las imágenes”, pues es ahí donde, por unos instantes, se nos permite tocar la muerte, ese no lugar sin tiempo, que es, en sí, la propia imagen fotográfica.
Madre. Búsqueda y origen.
“Los cuerpos (nuestros cuerpos, nosotros mismos) son mapas de poder e identidad. ”
“Ahora estudio, sobre cuerpos semejantes al mío, la configuración de esta imagen particular que llamo mi cuerpo.”
“Mi cuerpo, entonces, sirve como “tesoro” visual para que el otro lo vea; mi cuerpo “se agarra” a este otro cuerpo en lugar de sólo “acoplarse con el mundo” o colocarse, singularmente, como sujeto que ve, en control del o en diálogo con el mundo. Mi cuerpo existe como un cuerpo (carnoso y contorneado en su peso y significado) a través del deseo en relación con este otro cuerpo. ”
El cuerpo recibe y proporciona conocimiento aunque sus órganos vitales, esos que insuflan vida y bombean sangre, hayan dejado de funcionar. El cuerpo es capaz de influir sobre otros cuerpos, de atravesarlos, de absorberlos y de traducirlos, de manera aleatoria y caprichosa, pero también tiene la facultad de entablar una conversación con el entorno, de asimilarlo, de amarlo y odiarlo, en definitiva, de impregnarse de él.
En este sentido, Teresa Correa nos remite a las metamorfosis de los cuerpos –con todo el peso que aporta el plural-, pero también a sus resistencias y a sus libertades, a sus miedos, tensiones y exilios. Nos acerca al cuerpo perforado por violencias, crisis y censuras que no es limitado ni limitable, al que es entendido como una miscelánea de capas sedimentarias -las físicas y las intangibles- que se superponen y conectan pasado, presente y futuro. Nos aproxima a lecturas que lo identifican como un mecanismo que va más allá de una construcción biológica, definición que lo circunscribe a un espacio excesivamente reducido.
“¿Por qué nuestros cuerpos deberían terminarse en la piel o incluir como mucho otros seres encapsulados por ésta? El cuerpo es un ente inabarcable, es un refugio y un campo de batalla. ”
El cuerpo es un conector entre lo de aquí y lo de allá, es una unidad de medida, es un vehículo especulativo: el cuerpo es memoria.
Para entender quién es Madre es necesario reconocer primero el concepto de cuerpo del que parte Teresa Correa, muy influenciado por los escritos de Henri Bergson. El filósofo francés propone una relación indisoluble entre cuerpo, memoria y tiempo, unidos todos ellos gracias a la concepción de pasado. Asimismo, distingue dos tipos de memoria: la mecánica que es generada por repetición y aquella que se adquiere por contemplación y asimilación. Correa, al igual que Bergson, se deleita en esta segunda categoría, la que entiende que la memoria no es un dispositivo inerte que deba ser forzado o aleccionado, sino un ser completamente autónomo que se nutre de la libre asociación.
Pero, ¿quién es Madre? En 1998 Teresa Correa regresa a su tierra natal, Gran Canaria, tras vivir varios años entre Madrid (España) y Monterrey (México). Ya instalada en la isla empieza a trabajar para el Museo Canario documentando todo su acervo de restos arqueológicos, así como toda una serie de objetos relacionados con la historia, las ciencias naturales o el arte en Canarias. En medio de toda esta amalgama de elementos históricos se tropieza de manera fortuita con el cráneo 1383 dentro de la colección de cráneos aborígenes canarios, descubriendo –para su asombro- que su propia estructura ósea es prácticamente idéntica a la del susodicho cráneo. Este hecho desató un proceso en el que la artista comenzó a apropiarse de elementos identitarios canarios para construir un imaginario propio. El cráneo, de procedencia norteafricana, supuso un antes y un después en su carrera, activando su investigación artística desde una visión arqueológica, antropológica y autobiográfica. Ese cráneo es Madre.
Madre es cuerpo pero también es memoria; una memoria en continuo movimiento, de atrás hacia delante y de delante hacia detrás, con saltos, con cambios de ritmo y con alteraciones varias. La memoria –la que se regocija en la contemplación, recurramos nuevamente a Bergson- no es estática y, por tanto, Madre tampoco lo es. La memoria afortunadamente es imprevisible e inestable, es efervescente, es imperfecta y, especialmente, es maleable, siendo capaz de adaptarse a intereses políticos, económicos o culturales pero también de abrir puertas que se creían cerradas, permitiendo el paso de toda una plétora de conocimiento.
Y ahí es cuando aparecen las excavaciones arqueológicas en la producción de Teresa Correa. Su interés no solo radica en una atracción científica –y hasta estética-, sino que la excavación aflora como metáfora que desentierra lo que está oculto a la memoria, como puertas que se abren de par en par. Dentro de la excavación se encuentra la retícula, un espacio perimetrado –nuevamente tanto físico como intangible- que representa lo que va a permear a la sociedad: todo lo que se ubique en su interior es lo que se convierte en verdad y en conocimiento. Pero, ¿qué pasa con lo que queda fuera de la retícula? ¿Qué ocurre con todo aquello que no se encuentra legitimado en los libros de historia? Correa comenzó su investigación en la retícula para posteriormente cuestionarla y destruirla, abrazando el conocimiento limítrofe y nutriéndose de todo lo que ello significa.
“Siempre vivo pensando en todos aquellos acontecimientos que se quedan en el límite de la retícula, justo por donde pasa la cuerda, el hilo, la tiza que cuadricula estos espacios. Sin límite no hay fronteras que traspasar, no hay vértigo al cruzarlas.”
Madre es una búsqueda constante, es fijarse precisamente en todo aquello que se localiza fuera de la retícula. Es negarse a continuar con la mirada única, esa mirada que oprime, que impone, que racializa y que instrumentaliza. Una mirada que quiere ver lo que nunca se ha visto o lo que no se ha querido mostrar. Tal y como nos aclara la comisaria Raquel Zenker:
“Agazapada tras vestigios y despojos, Correa extrae a la luz aquellas evidencias arqueológicas que están en estado latente, ocultas, en la sombra, esperando tanto ser reveladas como desplazadas de su significación. De ahí su interés constante por los almacenes y archivos de los museos, espacios que aunque vetados irremediablemente a nuestra visibilidad, permiten a esta creadora deslizarse en ese ‘continuum’ entre luz y oscuridad.”
En el momento en el que se arroja luz sobre el objeto se reconoce su existencia. Allí donde el individuo cree mirar, en medio de ese juego de luces y sombras, él también es mirado por los objetos –apelemos a la lata de sardinas de Jacques Lacan-. Esa mirada recíproca, ese reflejo en el otro, ese diálogo sin palabras. Madre necesita de nuestra mirada –la del espectador- para poder completarse y, por tanto, existir.
“Y es que a poco que nos detengamos a pensarlo, está claro que buena parte de nuestra imagen mental del mundo deriva de la manera y de las formas a través de las cuales dicho mundo se presenta ante nuestros ojos espacialmente hablando.”
Llegado a este punto es fundamental detenerse en la mirada de la propia artista, la del autorretrato. Es una mirada enigmática, penetrante, impasible. Pero, ¿qué o a quién mira? ¿Por qué? ¿Cuál es su objetivo? ¿Realmente es ella la que mira? Si nos adentramos en Autorretrato con Madre (2000), descubrimos una mirada que pretende implicarnos, introducirnos, obligarnos a ser testigos de un relato o escena cuasi mística. Es entonces cuando nuestro privilegio –el del público que se regocija con la distancia- desaparece; con una a priori sencilla mirada, Teresa Correa es capaz de romper el muro que separa al público de la obra de arte pero, también, hace tambalear las reglas espaciales y temporales, atrayendo a ese espectador externo y del hoy a un escenario totalmente íntimo fotografiado décadas atrás. Es una mirada que envuelve, que atrapa, que seduce y que, seguramente, transforma. Autorretrato con Madre (2000) no es una vanitas o, por lo menos, no responde al modelo clásico seducido por la representación de la transitoriedad de la vida y del carácter efímero de sus placeres. Va más allá. Realmente Teresa Correa no es quien mira, la que clava sus ojos en el espectador es Madre. La artista le ha trasferido sus ojos y su cuerpo para que Madre pueda mirar el mundo, ese mundo que ha sido cruel con ella ocultando su existencia. Pero no es la primera vez que Correa convierte su cuerpo en un vehículo temporal que pone a disposición del cráneo. Con Arqueología de lo íntimo (2000) o con Caja de Luz (2017), nuestra artista solicitó que radiografiaran todo su cuerpo para donárselo a Madre y, de esa forma, engendrar un híbrido digital y convertirse en una doctora Frankenstein.
No sería descabellado asociar estéticamente –y solo estéticamente- los autorretratos con Madre de Teresa Correa con una Magdalena penitente o una Santa María Egipciaca, sobre todo teniendo en cuenta que la propia artista se representa desnuda o con una vestimenta austera. Tampoco sería de extrañar que nos quiera remitir a un San Jerónimo señalando el cráneo o a lienzos como Viejo con calavera (c. 1625) de Jan Lievens o Nicolás Omazur (1672) de Bartolomé Esteban Murillo. No sería la primera vez que Correa destrona a un hombre para colocarse en su lugar y, de esta forma, evidenciar la anulación de la figura de la mujer en la historia. Véase la videoperformance Desmesurada-mente (2015) que tiene como punto de partida una fotografía que se puede ver actualmente en el Museo Canario (Museo de Antropología y Prehistoria) de Las Palmas (España), en la que se descubre en el mismo lugar y con casi los mismos elementos al Doctor Verneau, famoso médico y antropólogo francés (1852-1938) que durante años se dedicó al estudio en Canarias de los restos esqueléticos de la población aborigen. Entre otras teorías, hoy supuestamente refutadas, indicaba que el tamaño del cerebro se relacionaba con la capacidad intelectual, conclusión a la que llegó a través de cálculos y mediciones específicas. Estas teorías le llevaron a afirmar, entre otras cosas, que el cerebro de la mujer y el del africano son más pequeños y, por tanto, son menos inteligentes que el hombre blanco. Con Desmesurada-mente (2015) la artista expulsa al Doctor Verneau y se pone en su lugar. Esta acción pone en evidencia los discursos patriarcales, androcéntricos y racistas que justifican y reeditan las actitudes de discriminación y desigualdad en el presente.
Pero si la cuestión es hablar del autorretrato y no tanto del retrato, requiramos la presencia de obras como Autorretrato con calavera (c. 1660) de Michael Sweerts, Autorretrato con el Amor y la Muerte (1875) de Hans Thoma, Autorretrato con calavera (1977) de Andy Warhol -aunque elude la mirada con el espectador-, Autorretrato con esqueleto (2003) de Marina Abramović o Autorretrato en la frontera entre México y Estados Unidos (1932) de Frida Kahlo, quizás una de las obras más desconocidas de la mexicana donde, además de la mirada desafiante y el cráneo, aparecen referencias a la ruina, a la cultura, a la historia y a la identidad, todas ellas en clara sintonía con la artista canaria. La relación con Kahlo, a medida que se escarba, se hace más y más interesante. Tengamos en cuenta la visión del cuerpo y la muerte que ambas comparten o que durante años Correa vivió en México realizando fotografía social para el suplemento Sierra Madre de El Norte de Monterrey. Ese periodo debe considerarse crucial, fue cuando su registro cambia hacia un compromiso social y político y supuso el germen de todo su estilo artístico actual. Por tanto, recurrir a Kahlo, una de las pocas mujeres artistas que gozó y sigue gozando de gran popularidad y respeto, tiene toda su lógica.
En una sociedad donde las estructuras del conocimiento legitimado se erigen como estructuras heteropatriarcales, donde el legado de la mujer y de su figura como tal no solo son olvidadas sino anuladas, se hace necesario revisar el pasado para cambiar el presente y, por ende, para imaginar un futuro con cierto optimismo. Tras la práctica de Correa subyace toda una serie de mecanismos que ponen el foco en un conjunto de relatos disidentes que permite que todo sea cuestionado, no como hechos aislados, sino como acontecimientos en continuo movimiento. Madre evalúa la exclusión de las mujeres en la sociedad como sujetos sociales en la comunidad por parte de los discursos hegemónicos, lo que supone debatir y reescribir muchas páginas de la historia. Hacer justicia.
“Es, pues, de suma importancia para la comprensión del fenómeno revolucionario en los tiempos modernos no olvidar que la idea de libertad debe coincidir con la experiencia de un nuevo origen.”
El trabajo de Teresa Correa, que cabalga entre silencios y rumores, dialoga sobre conocimiento –del impuesto, del limítrofe y del periférico-, de tiempo, de memoria y de identidad, abordado este último como un proceso fluido. Nuestra artista se mueve entre lo visible y lo invisible, entre lo revelado y lo que se permite revelar y cuestionar; de ahí su pasión por la fotografía analógica, entendiéndola como acción que concede la capacidad de desvelar una imagen, de revelar una posible realidad.
Madre envuelta en plástico como si fuera una placenta. Madre recibiendo monedas de veinte céntimos. Madre en una radiografía y enterrada en el jable. Madre es viento y Madre es África. Madre presente y, a veces, parece que ausente. Madre de lado, Madre de espaldas y, sobre todo, Madre de frente.
Madre es búsqueda. Madre es origen.
Colección de Bustos de Las Razas Humanas del siglo XIX
Llevo años investigando en el Museo Canario de Las Palmas de Gran Canaria la colección -"Colección de Bustos de las Razas Humanas del siglo XIX"-, réplicas de la colección original del Museo del Hombre de París. Estos bustos, vaciados del natural, están en el origen de la antropología del siglo XIX. Consisten en moldes de escayola de personas de diversas partes del mundo que prestaron sus rostros sin saber que contribuirían a la materialización del racismo como teoría, legitimando la noción de superioridad del hombre blanco occidental y la arrogancia de una época que se atribuyó el derecho a categorizar, clasificar e incluso aniquilar culturas enteras, como las de los pueblos originarios de Tierra del Fuego, víctimas de este genocidio. Esta Investigación artística propone una reflexión crítica sobre el legado de prácticas científicas obsoletas, y la urgencia de redefinir cómo comprendemos y representamos la historia de la humanidad en los discursos contemporáneos
Resignifico esta colección mediante la incorporación de mi autorretrato de mujer superviviente de un cáncer, un cuerpo que el canon occidental no reconoce ni valida. Al hacerlo, confronto la noción de belleza y normatividad del cuerpo, desafiando las representaciones tradicionales que han sido utilizadas para categorizar y deshumanizar a otras/os. La cuadrícula que perimetra los retratos se convierte en un espacio para la resistencia donde se recontextualiza la historia y se desafían los relatos hegemónicos que siguen obedeciendo a un orden establecido por el colonialismo y el racismo. Al trazar líneas que dividen y organizan, se cuestiona la manera en que las prácticas científicas han sido históricamente utilizadas para catalogar y jerarquizar saberes, cuerpos y grupos humanos.
Archivo Baraka
“Necesitamos tener en cuenta no sólo el significado de las imágenes, sino también su silencio, su reticencia, su estado salvaje y su obstinación sin sentido…”
Fondos del Cabildo de Gran Canaria. Colección Pipino.
Durante varios días del mes de febrero de 2022 acompañé a una historiadora del arte en el proceso de estudio y clasificación de una serie de máscaras africanas pertenecientes a la colección Pipino (personaje relacionado supuestamente con la mafia, cuya historia sigue siendo un misterio hoy…)
De este estudio se concluyó que las máscaras analizadas eran originales y no copias.
Archivo Baraka es una propuesta a contracorriente de la crisis contemporánea de lo imaginario en la que las creencias que sustentan los vestigios se desvanecen. Este proyecto pretende acercarse a “las máscaras “teniendo en cuenta que no están en un museo donde se convierten en piezas neutras susceptibles de componer un mosaico cambiante, sino que están en un depósito donde se preservan como vestigios de viejas creencias, de un “saber”, también es una propuesta ajena a las prácticas artísticas más comunes. He querido fotografiar las máscaras en el momento previo a ser despojadas de la función para la que fueron hechas, antes de ser expuestas en sala como objetos artísticos para verlas en lo que se resisten a mostrar y que, sin embargo, paradójicamente señalan, dicen, desvelan.
Zapatos blancos frente a la luz negra
Este proyecto nace de la oportunidad de investigar en la colección de objetos del paleolítico que se encuentran en el Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, de dicha investigación nació el proyecto expositivo ¿acaso me nombras?
La pregunta que da título a la exposición alumbra tenuemente la obra de Teresa Correa a lo largo del espacio, de principio a fin y del suelo al techo.
Cada fotografía en esta exposición es un grito con el que Correa interpela al espectador. Nos invita a descubrir belleza en los objetos arqueológicos de la cueva de Altamira. Sin embargo, su propuesta no es únicamente una mirada estética, sino una forma de disentir respecto a la mirada habitual hacia los objetos del pasado remoto que nos presentan los museos. Disentir, cuestionar, revisitar, especular a través de la fotografía es un camino de investigación -sobre los relatos históricos- impregnado de compromiso desde el presente. Rasgar cada fotografía es el gesto definitivo mediante el que la artista se revela frente al relato histórico tradicional argumentado a partir de los objetos arqueológicos.
Interpelar a la realidad desde la anomalía de lo que el sistema no reconoce es provocar “un acontecimiento” (Alain Badiou), que implica un cambio de nuestros códigos de percepción y la apertura a la historia, “¿acaso me nombras?” reclama una Historia con un relato protagonizado por las dos mitades de la Humanidad.
La cueva de Altamira es un lugar patrimonial, es pasado y es presente; es un lugar de la memoria de las personas del pasado, y de la desmemoria en el presente. En esta exposición, una instalación nos invita a revisitar la cueva de Altamira calzados con unos zapatos como los que se utilizan actualmente para acceder a la cueva; son un calzado anticontaminante, que evita introducir partículas del exterior. Con ellos accedemos al relato de la exposición con un paso inusual, siguiendo un camino sin contaminaciones previas.
Algo queda fuera del tiempo
“Soy lo que no queda
ni vuelve. Soy algo
que disuelto en todo
no está en ningún lado…
Me pierdo en lo oscuro,
me pierdo en lo claro,
en cada minuto
que pasa… En tus manos.”
I
La modernidad en Occidente se ha sustentado en un paradigma científico para el cual verdad y evidencia conforman un binomio indisoluble. Bajo esa perspectiva, el mundo se convirtió en un macro laboratorio para la observación, la extracción de información y la ulterior clasificación de esos datos según un modelo taxonómico perfectamente ordenado a conveniencia de las jerarquías y los valores del logos eurocéntrico. El discurso científico, además, afirmó su lógica patriarcal universalista en la voz de un sujeto blanco, burgués, heterosexual y cristiano, encargado de la producción de los meta-relatos que moldearían el mundo a su escala e ideología.
En esa construcción de la epistemología moderna occidental, disciplinas “disciplinadas” como la historia y la geografía se han ubicado en el centro de las operaciones de interpretación de la “realidad” para definir los modos de comprensión de categorías como tiempo y espacio; así como los términos en que ambas nociones atraviesan lo social. Desde los parapetos autorizados y legitimados de esos saberes disciplinares han quedado condicionadas las experiencias de lo sensible, nuestras relaciones en el presente y con el pasado; los modos de mirar, habitar y encontrar significados en el territorio. Nuestra interacción con el paisaje pareciera no poder substraerse al peso de la retícula cartográfica o al fantasma historicista de las sucesivas representaciones que nos ha legado una Historia del Arte codificada también hasta la saciedad.
Sin embargo, son esos conocimientos generados en el seno del positivismo moderno y sus consiguientes dinámicas depredadoras y de intervención en la naturaleza las que nos han situado en un punto sin retorno en el Antropoceno. El sistema mundo moderno/colonial de género y la administración imperialista del planeta que se prolonga en la actual condición global con la explotación intensiva y expansionista sobre los ecosistemas y la propia sobre-explotación de los cuerpos más vulnerables —cuerpos de mujeres, mayormente—, es quizás el canto de cisne de una humanidad que se ha empeñado durante siglos en el gesto inútil de perpetuarse, mientras se aniquila a sí misma con la violencia de un Saturno devorando a su hijo.
II
Una mirada a la inmensidad, hasta un punto que se pierde en el horizonte y apenas se puede reconocer porque se encuentra demasiado lejos, en esa distancia donde las formas se difuminan y tiemblan, reconfiguradas en un espejismo. El sonido ronco del viento que no cesa, que inunda y abarca todo. Una visión aérea del paisaje en la que los senderos semejan cicatrices hechas en la tierra.
…el mundo desde arriba es un ejercicio supremo de despasión que exige replantear la percepción misma del mundo (…), mirar el mundo desde el avión, aprender a descifrarlo, a reconocerlo (…) es un modo de poner distancia sobre las pasiones. Observar el mundo en los vuelos de reconocimiento, volando bajo, es una especie novísima de placer estético que nada tiene que ver con los viejos placeres contemplativos. Es un modo de forzar a la mirada a reconocer las cosas hechas fragmento, en marcha, nunca detenidas y por eso, qué paradoja, sin cesar estáticas. Desde el aire la realidad adquiere una apariencia renovada: no valen las viejas formas de ver, hay que aprender a mirar de nuevo.
El desplazamiento de la luz sobre la superficie del terreno, o el movimiento de la cámara que avanza sobrevolando el territorio; en definitiva, el efecto del claroscuro en el cuadro modificando la composición, hasta que la oscuridad es expulsada del campo visual. El plano general es sustituido por un primer plano de rocas, testigos mudos del tiempo sembrados pesadamente sobre la tierra. La erosión sobre las piedras traduce los episodios de las historias acumuladas en el lugar, el amplio espacio de incertidumbre que queda entre lo que se registra físicamente en el paisaje y lo que se ha perdido para siempre en la memoria de quienes allí estuvieron, cualquiera que fuese su especie.
De nada sirve el intento de los arqueólogos por burlar el olvido tratando de consignar cada trozo pétreo, cada vestigio material, como si se tratara de adjudicar una identidad al objeto encontrado. Excavar, hallar, identificar; y de vuelta a excavar, a encontrar y a identificar. Un ritual metódico que se repite cotidianamente en una competencia infinita frente al tiempo. Un número de registro inscrito en la roca, su localización en un estrato y en un sector de la excavación le otorgan pedigrí, su particular y unívoca indexación en una genealogía. Acontece ahí el recurrente acto de nombrar las cosas, de ordenarlas; algo que Teresa Correa ha visto miles de veces en los almacenes y las bodegas de los museos, una metodología que ha dejado registrada en sus fotografías dentro del artificial sistema de los archivos que prescriben el saber histórico y científico.
Y el sempiterno rugido del viento que continúa horadando cada milímetro del paisaje, cambiando su topografía, perpetua transformación que resultará más evidente cuando hayan pasado varios siglos. La arena vuela, se dispersa, fragmentos minúsculos, polvo brillante que lo cubre todo y acompaña al viento en su trabajo permanente de erosionar lo que toca. Fuerza casi invisible, mágica, que se traslada entre continentes, que llega desde África con la potencia de cambio de las revoluciones que nacen en los sures —como el siroco que arrastra la calima—, que desatienden las coerciones históricas del biopoder. Rumor de jable (2021) ha querido nombrar Teresa Correa su más reciente vídeo, una obra que tal vez encarna el mejor alegato de la fractura ontológico/teleológica que encierra la toponimia insular en tanto campo de batallas entre las narraciones históricas, el discurso científico y la tradición popular.
Una mujer camina entre las dunas del desierto. No sabemos de dónde viene ni a dónde va. Solo la acompaña el ruido ensordecedor del viento, como un rumor creciente con el que viaja a cuesta. Un saber no escrito, que no es público, que no posee las credenciales históricas de haberse constituido como “verdad”. Un conocimiento íntimo, comunitario, que no es instituyente, sino que se transmite entre generaciones, de madres a hijas, que se comparte con las hermanas, con las amigas, dentro de los gremios femeninos que conservan la sabiduría y las tecnologías artesanas y de la tierra desde tiempos anteriores a la historia lineal de Occidente. Esa mujer —auto-representación de la propia artista, quizás— que vaga sola y diminuta a través de la inmensidad del paisaje, recuerda a algunas de las heroínas y arquetipos del género femenino que han signado los imaginarios colectivos. Diosa, espíritu, fantasma, ancestro, antepasado, madre, bruja…
Marcas en la tierra sobre la que deambula la mujer. Huellas como arrugas, pliegues en el terreno, cicatrices en el barro igual que en la piel madura de la mujer que pisa donde otras estuvieron antes; que sigue los surcos dejados por las viajeras que le precedieron, por las nómadas que se perdieron en las mismas rutas. La imagen del paisaje se convierte entonces en una aproximación abstracta al tiempo vital que conecta el cuerpo de la mujer y el territorio, mientras su sombra le sigue y se hace gigante en el ademán de convivir, aprender y respetar un lugar antropológico bajo el signo matriarcal de los cuidados, donde nada sobra y todo importa, donde cada grano de arena tiene una significación en el tránsito entre la vida y la muerte. Y nuestro personaje, al que hemos nombrado mujer hasta ahora en tanto encarnación mitológica de la femineidad —o nosotras mismas—, se sumerge en la oscuridad. El único haz de luz la envuelve, como en la iconografía de una escena de la Anunciación.
III
“Habría que volver a nombrar el mundo y saber que el mapa no puede jamás acabar de nombrar ni dibujar, porque el mapa, intento absurdo por ordenar el espacio, que es tanto como decir el mundo, que es tanto como decir el sujeto, quien ha vivido en un delirio de control sobre el mundo y sus fronteras artificiosas, nunca está del todo terminado. Cada vez queda fuera algo que debería haber estado dentro; cada vez los confines son artificiales porque se podría haber incluido esa localidad o montaña o río que no aparece —o se podría haber excluido lo que en cambio está.”
En el perímetro acotado que define una cata arqueológica el tiempo se mide por medio de la estratigrafía y el depósito de sedimentos. Estos métodos geológicos de observación y clasificación dejan fuera aquello que no resulta una evidencia material, verificable, una prueba documental. En ellos radica “la construcción de una verdad única que, como operación restrictiva, es fruto de una violencia”. Fuera de la cuadrícula científica queda todo lo demás, el resto, aquel conocimiento que es descarte, bastardo, carente de autoridad, al margen de los “regímenes de verdad” de las ciencias modernas. Por ello, no es extraño que nuestra mujer-signo quede fuera del área de pertinencia que delimita la retícula arqueológica. Sin embargo, es en el momento en que se representa este encuentro entre dos construcciones discursivas diametralmente opuestas, en constante tensión, cuando por primera vez el paisaje es captado por la cámara con una perspectiva que permite abrir el campo visual para desvelar la imagen romántica e historicista con la que se ha definido ese género fundamental en la Historia del Arte occidental. Es precisamente en este punto de la narración videográfica donde se hace patente la irreconciliable visión que sostienen los diferentes modelos de discursos que compiten por un lugar de enunciación dentro de esta escena: el de la ciencia moderna, el de la Historia del Arte y el de la tradición oral, no escrita, no reglada, el rumor.
Si la prueba como fijación del hecho histórico debe corresponder a la experiencia histórica y socio-política registrada, ¿cómo es posible hacerla valer para sociedades que no cuentan con la monumentalidad del estado nación moderno como sujeto político, sujeto histórico y sujeto teórico, que a su vez “produce” sujetos y a partir del discurso los identifica, los clasifica, y en definitiva los administra mediante procesos de regulación institucionales e instituyentes? La oposición entre la oralidad y la escritura como “marca de civilización”, aparece una y otra vez en el trasfondo de distribución de capitales simbólicos y autorizaciones del discurso.
Dónde queda lo que desecha el excluyente criterio de la ciencia en base a la primacía absoluta de la “evidencia” o la “prueba”. Cómo mirar más allá del acomodo canónico del mundo real a una representación idealizada, romántica e historicista del territorio traducido por el género del paisaje en la Historia del Arte occidental, con el consecuente borrado de todo aquello que afecte esa construcción estética. Toda la violencia de esos descartes, que en esa escena del vídeo ejecuta su performatividad en el repetitivo gesto de los arqueólogos arrojando fuera de la excavación —su perímetro de autoridad— lo que carece de “valor científico”, se replica en la imagen de ese cuerpo de mujer sobre el que se proyectan los desechos, lo inservible bajo la norma y el conocimiento de una disciplina científica. Ante el dogma disciplinario, sin embargo, el cuerpo violentado de la mujer trabaja, recupera y guarda, activa las memorias colectivas, los imaginarios populares y la imaginación radical de quienes resisten y transgreden el tiempo lineal de los relatos oficiales, del poder.
IV
“The answer is blowing in the wind”
Ese cuerpo de mujer solitario en medio del desierto se desvanece, se transforma en el espectro de todos los otros cuerpos que antes atravesaron y habitaron ese lugar, en la sabiduría transmitida durante siglos, en la experiencia compartida a través de redes subalternas que escapan al formalismo de las instituciones que administran el poder y la escritura de la Historia.
Como el rumor, el conocimiento también se halla en esos fragmentos de historias, mitos, imágenes diacrónicas que flotan en el viento; arrastrados, sin destino y sin origen identificable, porque cualquier fuente ya fue olvidada en el trasiego de las voces y sus ecos. El rumor es el saber errante al que apelamos invocando nuestra memoria, nuestros recuerdos más lejanos, es una capacidad micropolítica inherente por la cual nos reconciliamos, incluso, con las formas no racionales de explicar por qué sabemos cómo actuar y qué hacer en determinadas circunstancias sin que nos hayamos enfrentado previamente a éstas. Intuición, aprendizaje comunal, herencia matrilineal…
Cuando los vientos alisios soplan, el Rumor de jable porta consigo las respuestas sobre cómo habitar en armonía una tierra isleña donde el tiempo ha inscrito su huella, sus historias. Simplemente, hay que aprender a escuchar para que el sonido nos guíe, para encontrar los caminos, para seguir andando, para respirar.
La (so)pesadora de historias
En el cuadro de Vermeer la mujer mira atentamente la balanza que sostiene en la mano. Desbordando una caja aparecen los collares de perlas y desperdigadas sobre la mesa se adivinan algunas monedas de oro. La joven, ensimismada en su tarea –en su relato-, como a menudo se muestran las modelos Veermer, parece estar llevando a cabo su trabajo con enorme cuidado, aquel que requiere una atención infinita, la precisión digna de esa balanza cuyos platillos, simétricos, deben sostener pesos idénticos: escrupulosamente equilibrados, en suma.
Frente a esta pintura de Vermeer, cualquiera podría pensar que se trata de una mujer que hace balance de sus bienes -las perlas y el oro- o de la esposa de un comerciante que asiste al marido en ciertas labores de un trabajo de autentificación de las piezas que a momentos se hace científico por la exactitud que precisa. Sin embargo, en una segunda mirada la “pesadora” se manifiesta, igual que tantas de las mujeres de Vermeer, como la maravillosa portadora de un secreto, del mismo modo que sus lectoras o escritoras de cartas sugieren el misterio último de la carta misma -sobre su contenido, la procedencia, la relación entre quien la escribe y quien la recibe, si esa carta acaba de recibirse o está a punto de ser enviada. Al final, la pesadora de Vermeer es, en primer lugar, una sopesadora de historias, las que se cuentan y las que se callan; las que deberían haberse develado o deberían al menos haber sido contadas de otro modo. Las historias no están nunca acabadas.
Igual que la pesadora de perlas de Vermeer, la protagonista del video Desmesurada-mente de Teresa Correa aparece ensimismada en su tarea; disponiéndolo todo para el pesaje. Sobre la mesa aparecen, igual que en el cuadro de Veermer, una balanza –esta de solo platillo-, un montón de monedas y no muy lejos un par de cráneos, uno de ellos boca abajo. En el último, con un gesto rítmico que evoca ciertas tareas científicas, la mujer –la propia artista- va echando monedas hasta que, depositada la última, el video termina. En ningún momento llega a usar la balanza, no pesa el cráneo lleno de monedas como podría hacer sospechar la escenografía, de modo que al terminar el video se tiene la sensación de una extraña inutilidad de la acción misma. Para qué llenar un cráneo de monedas en esta paradoja difícil de dirimir.
Como en la mejores películas de cine negro, solo la narradora conoce el verdadero final de la naración. O casi, porque los intereses de la artista a lo largo de su carrera pueden ofrecer algunas pistas a propósito de la solución a la paradoja implícita en el gesto. A Teresa Correa le interesan las traseras de los museos, los almacenes donde se conservan –y se acumulan- los relatos que no se terminan de contar, los que se guardan en las partes que la luz no ilumina casi; los secretos, los que el propio transcurso obliga a convertirse en secretos; relatos que se cancelan. Los relatos oscuros son más abundantes y más fascinantes si cabe en los museos de antropología: porque hablan de ser humano y sus estereotipos deben ser reescritos siempre. En el caso de Teresa Correa, además, no ha sido necesario buscar mucho: las historias se suceden y se cancelan en un museo extraordinario, muy cerca de casa. De hecho, la artista regresa en esta obra también al Museo Canario, en el barrio de la Vegueta en Las Palmas, un museo maravilloso que ha sido capaz de conservar, aún hoy, cierto aire de institución decimonónica que lo hace irresistible a los ojos del visitante curioso, con la serie de cráneos expuestos que tiene algo de fastuoso despliegue a mitad de camino entre almacén y gabinete de las maravillas de Pedro I en San Peterburgo.
De modo que Teresa Correa toma el museo como set cinematográfico –quizás ya lo era de partida- y rememora la ciencia resumida allí, una ciencia que trasciende con creces lo local; que representa, más bien, una larga serie de relaciones internacionales con la ciencia desde la década de 1920. Son las investigaciones sobre a las razas humanas, hoy a menudo entendidas como falsedades coloniales y, sobre todo, como vehículo de discriminación y dominación, aquel que divide el mundo a partir de fenotipos, de falsas asociaciones sobre las razas. Sobre estas falsedades reflexiona Teresa Correa, sobre todas las historias que deben bajar a los almacenes por las falacias que tratan de imponer. La artista la rebusca y reflexiona sobre ellas. La cautivan críticamente.
En Desmesurada-mente , con las calaveras al fondo, Teresa Correa piensa de nuevo en estas cuestiones asociadas a las traseras de los museos –las cosas que no se debieron decir nunca y que se pronto se callan. Piensa en el Doctor Verneau, el antrópologo francés muy próximo a las islas, fotografiado en los 20 del XX por el fotógrafo alemán Teodoro Maisch. Y le remeda mientras Verneau realiza los cálculos de los diferentes volúmenes craneales, los que van a justificar las hoy muy denostadas teorías raciales, las que dividen el mundo a partir de simples pesos. Verneau usaba perdigones para rellenar los cráneos, para dibujar sus pesos, cuenta la historia.
Teresa Correa recrea la escena con monedas, igual que la pesadora de perlas de Vermeer. Aunque no pesará el resultado de la recolección. Llevará a cabo el gesto que se desvelará como algo mecánico, sin significado último alguno. Teresa Correa acaba , acaricia el cráneo relleno de monedas. Pronuncia la palabra “ya”, que anuncia el final de la acción. Sopesa la historia de Verneau y la deja ahí, inconclusa en su final, para poner de manifiesto lo inútil del pesaje. Y en ese acto de sopesar la historia, vuelve a narrarla como hubiera debido terminar.
Vanidad contemporánea en la obra de Teresa Correa
Empecemos con este paisaje volcánico que parece haber salido de un libro de arqueología. La figura humana, desnuda, que lo atraviesa, cubriéndose con sus brazos, podría ser Lucie, la primera mujer. Su actitud nos recuerda a una presa espiando a sus depredadores, humanos o animales. Esta imagen trasciende los códigos convencionales de color y raza. Solo queda el género. Nuestro instinto nos lo dice. Estamos frente a una mujer que, quizá, lucha por su supervivencia.
Interviene otra imagen, como la extensión de esta. Lucie, la primera de las mujeres, Eva, para las religiones bíblicas, era africana. Y sigue siendo africano lo que estamos descubriendo. Pero a diferencia de esta Lucie, cuyos rasgos apenas pudimos distinguir, esta nos da su rostro y la historia que nos cuenta su mirada capta nuestra atención. ¿Qué vemos realmente? El busto de una mujer cuya piel, en algunos lugares, se desmorona para revelar el yeso bajo la pátina; un yeso que ya no es materia, sino que revela la blancura de los huesos. El contraste es sorprendente. Ya ni siquiera tiene sus brazos cortados para protegerse.
A pesar de la piel negra, está desnuda y es frágil. Sus ojos se pierden en la vaguedad, en un cuestionamiento interno que, sin duda, nunca encontrará respuesta. Parece estar relegada allí; en un almacén donde su existencia parece haber sido olvidada. Luego vienen las radiografías que parecen invitarnos a profundizar más en la historia que nos cuentan y cuyo significado somos incapaces de captar. Salvo que, intuitivamente, todos los indicios arrojados por la artista como por casualidad comienzan a tener sentido. ¿No es esta radiografía una metáfora de la esencia de las cosas cuyo significado se nos escapa? ¿No es la obsesión por captar lo inasible? ¿No es esta constante angustia por dar sentido a nuestras vidas y a los acontecimientos que las conforman?
La angustia impregna toda esta obra y se nos comunica sin querer. Se introduce en nosotros insidiosamente sin que podamos discernir su naturaleza. Y se hace eco de una angustia metafísica más antigua que la que experimentó Hamlet:"Ser o no ser: esa es la cuestión. ¿Es más noble para el alma soportar los golpes y contratiempos de una fortuna injusta, o armarse contra ella para contener una marea de dolor? Morir… dormir, eso es todo (…) ¡Morir… y dormir, dormir! ¡Para soñar tal vez! Esta es la trampa. Porque, escapados de las ataduras carnales, si, en este sueño de muerte, nos vienen los sueños… ¡Parad ahí! Esta consideración prolonga la calamidad de la vida. Porque, si no, ¿quién soportaría los golpes y las afrentas del destino, los agravios del opresor, los ultrajes del soberbio." (William Shakespeare, Hamlet, Acto III, escena 1, extracto (1601), traducción de André Gide, en Obras completas, tomo 2, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1959).
Y ahora esta ironía de la existencia, que Shakespeare expresa, en una fuerte referencia a la pintura clásica europea, a través de la calavera a la que se dirige el príncipe danés, es convocada por Teresa Correa. En primer lugar, está la impactante imagen de la artista sosteniendo una calavera y mirándonos a los ojos en un gesto de desafío. A diferencia de Hamlet, no se dirige a la calavera, sino a nosotros. Y parece estar repitiéndonos las palabras de Hamlet: "Nos viene de los sueños... Porque, si no, quién soportaría los golpes y las afrentas del destino, los agravios del opresor, los ultrajes de los soberbios..." Y de repente todo adquiere un nuevo significado. Es de este sueño del que la artista pretende hacerse eco: esta mujer en este paisaje primigenio, el busto de aquella, y resuena en nuestros oídos el eco de la injusticia, el agravio de los opresores...
Correa / Hamlet nunca ha sido tan relevante en su contemporaneidad. No se trata solo de un mise en abîme del orgullo desproporcionado de la historia occidental en la historia mundial y, necesariamente, en la historia colonial. También hay una cuestión estrictamente femenina. Y Teresa Correa, una mujer occidental, se encuentra dividida entre estas dos opresiones contradictorias. De ahí esta clásica imagen de la vanitas que aparece en su obra. Esta alegoría de la muerte, del paso del tiempo, del vacío de las pasiones y actividades humanas. Al fin y al cabo, ¿quiénes somos, después de todo, sino un futuro en decadencia? ¿Un pasado por venir, como diría Maurice Merleau-Ponty?
La obra de la artista es un desesperado grito de alarma. Una invitación a tomar conciencia de nuestra finitud y de la vanidad de nuestros sueños de grandeza, una luz arrojada sobre lo absurdo de nuestras intenciones. "Vanidad de vanidades, todo es vanidad" (Eclesiastés, 1,2). Pero a diferencia de Albert Camus, el filósofo del absurdo, Correa no propone el suicidio como solución definitiva, todo lo contrario. Su obra es el reflejo del pensamiento del Eclesiastés en este análisis de Florence Blondon: "Esta consideración de lo absurdo es lo que subyace también en el pensamiento del Eclesiastés, que es nada menos que un hombre en rebeldía, un hombre que destroza todos los pensamientos de su mundo. Se permite observar la realidad del mundo, no hundirse, sino al contrario, afrontarlo, abrir la brecha de la esperanza. No hay esperanza sin rebelión. No hay reconstrucción sin destrucción".
Esto constituye una metáfora existencial, una invitación a volver a visitar nuestra historia particular (cuando la artista se hace pasar por Hamlet o hace desaparecer su cabeza bajo una calavera) y nuestra historia común (con vitrinas detrás de ella que exhiben, como un museo de historia natural, una teoría de cráneos) para esbozar otras posibilidades. En esta imagen en la que la artista utiliza una calavera a modo de alcancía, para significar la materialidad de nuestro tiempo, hay una escala que recuerda el juicio de Maat, diosa egipcia de la justicia y la sabiduría, que sopesa la pureza de nuestro corazón frente a la ligereza de las plumas.
Lo que se escudriña es la arrogancia y la vanidad de la que el siglo XXI es una dramática ilustración, a través de un egocentrismo cada vez más descarado. Y al final de este caótico camino está la finitud del ser. Una muerte simbólica, ciertamente, pero una muerte sobre la que Teresa Correa quiere alertarnos, a través de una práctica artística que nunca es moralizante. Y esa es la función del arte, que nunca denuncia, sino que siempre ilumina.